IGLESIA DE CRISTO

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jueves, 14 de noviembre de 2024

UNIENDO EL CORAZÓN DIVIDIDO

UNIENDO EL CORAZÓN DIVIDIDO 

El corazón dividido es una lucha universal, un tira y afloja milenario entre el atractivo fugaz de este mundo y la belleza perdurable del amor de Dios. No es difícil ver cómo nuestros corazones se desvían: nuestros deseos se inclinan hacia la riqueza, la lujuria y la aprobación. Estas cosas susurran promesas de satisfacción, pero inevitablemente nos dejan más inquietos y ansiosos que antes. Nos encontramos desgarrados, buscando a Dios en momentos de necesidad, pero atados a ambiciones, temores y comodidades que no ofrecen una paz duradera. Anhelamos la paz de un corazón unido en la devoción a Dios, pero somos arrastrados en direcciones opuestas, sin estar dispuestos y a menudo incapaces de rendirnos por completo.

Esta división es una fuente de profunda angustia espiritual. La Escritura lo describe claramente: "Nadie puede servir a dos señores. No se puede servir a Dios y al dinero" (Mateo 6:24). Sin embargo, nuestra vida diaria a menudo cuenta una historia diferente. En nuestras ocupaciones, en nuestros esfuerzos, ponemos nuestra esperanza en las cosas visibles que nos rodean: la afirmación de los demás, la seguridad de la riqueza o la alegría de los logros. Estas cosas no son malas en sí mismas, pero cuando se convierten en nuestra búsqueda final, delatan el estado dividido de nuestros corazones. Buscamos cosas que no pueden satisfacer, mientras que Aquel que es la fuente de toda bondad permanece a nuestro lado.

Con mucha frecuencia olvidamos que cuando nos dejamos llevar por nuestras lujurias y otros deseos, estamos intercambiando paz, una buena conciencia y la presencia del Señor por un momento de placer. La satisfacción temporal de complacernos en estos impulsos palidece en comparación con la satisfacción duradera que se encuentra en la presencia de Dios. ¡Cuánto mayor es la paz y el gozo que Dios nos ofrece que cualquier cosa que el mundo pueda dar! Los frutos del Espíritu —amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio propio— son tesoros que nutren nuestras almas de maneras que el mundo nunca podrá imitar. En Su presencia, ante Su belleza, el mundo entero pierde su brillo. David escribió: «Una cosa he demandado al Señor, y ésta buscaré: que esté yo en la casa del Señor todos los días de mi vida, para contemplar la hermosura del Señor y para inquirir en su templo» (Salmo 27:4). Y “mejor es un día en tus atrios que mil fuera de ellos. Escojo antes estar a la puerta de la casa de mi Dios que habitar en las moradas de maldad” (Salmo 84:10). Es un recordatorio de que un solo momento en la presencia de Dios supera con creces los placeres fugaces que a menudo buscamos.

Lo que hace que esta lucha sea más profunda es el conocimiento de nuestra debilidad. Nuestra voluntad es demasiado frágil para lograr esta unidad de corazón por nuestra cuenta. Nos distraemos con demasiada facilidad, nos dejamos llevar con demasiada facilidad por la seducción de los deseos mundanos. El apóstol Pablo hace eco de esto en (Romanos 7:19) “Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago”. Nuestra naturaleza pecaminosa crea una división en nosotros que simplemente no podemos reparar. Tratamos de amar a Dios con todo nuestro corazón, pero el interés propio, el orgullo y el temor nos empujan en otras direcciones. Esta es la condición humana: un corazón que anhela a Dios pero tropieza con sus apegos a cosas que en última instancia le traen daño.

Este corazón dividido conduce a la inquietud. Cuanto más buscamos la paz en las cosas terrenales, más nos alejamos de la verdadera paz que sólo Dios nos da. En el (Salmo 86:11) leemos: “Unifica mi corazón para que tema tu nombre”, una súplica que reconoce nuestra impotencia para unir nuestros propios corazones. Esta oración es una confesión de que sólo Dios puede alinear nuestro corazón dividido con su voluntad. Sólo Él puede llevarnos de nuevo al lugar donde su amor reina supremo, donde los amores menores se desvanecen a la luz de su gloria.

Al enfrentarnos a la realidad de nuestros corazones divididos, vemos que la rendición no es un acto de fortaleza, sino un reconocimiento de debilidad . Es reconocer que no podemos servir a dos señores y, sin embargo, si nos dejan a nuestra suerte, seguramente lo intentaremos. Nuestra esperanza está en la misericordia de Dios, que no nos abandona en nuestro estado de división, sino que nos llama a descansar en su fuerza, no en la nuestra.

En nuestra entrega, Dios realiza una obra silenciosa de unión. Nos guía, a veces con dulzura y a veces a través de pruebas, para que dejemos ir las cosas que nos separan de Él. Purifica nuestros deseos, moldeando nuestro amor para que sea más como Su amor. Es un trabajo lento, una entrega diaria, pero Él es fiel. Cuando le llevamos nuestros corazones fracturados, Él nos llena de una paz que trasciende el entendimiento, una paz que solo un corazón centrado en Él puede conocer.

 Por: Carlos Benavides 

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