GRAN TRISTEZA Y EL CONTINUO DOLOR DE PABLO
El apóstol Pablo, teniéndolo todo en Cristo, incluida la paz y el gozo verdaderos desde su conversión; nos confiesa a todos una faceta poco conocida y muy familiar en su vida, quizás como la de todo cristiano; lo hace, con las siguientes dramáticas expresiones: “Verdad digo en Cristo, no miento, y mi conciencia me da testimonio en el Espíritu Santo, que tengo gran tristeza y continuo dolor en mi corazón.
Porque deseara yo mismo ser anatema, separado de Cristo, por amor a mis hermanos, los que son mis parientes según la carne; que son israelitas, de los cuales son la adopción, la gloria, el pacto, la promulgación de la ley, el culto y las promesas; de quienes son los patriarcas, y de los cuales, según la carne, vino Cristo, el cual es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos. Amén.” (Romanos 9:1-5)
El inicio del texto mencionado, aparece solemne y reiterativo en cuanto a su tristeza, sin embargo, el apóstol apoyado en una conciencia dirigida por el Espíritu Santo, se reafirma en la verdad que nos confiesa. Una verdad muy íntima y familiar a todo creyente, que involucra a aquellos que son nuestros parientes inconversos o quizás a aquellos que han caído en la apostasía o simplemente a aquellos que han vuelto al mundo. Es doloroso enterarnos de seres queridos que no han accedido a la salvación, unas veces por rechazarla, otras por postergarla y otras por renunciar por conveniencias materiales mejores, según ellos. En suma, todos tenemos parientes conocidos que transitan por el camino ancho o no prestan atención a la verdad de Cristo, propalada desde el primer siglo para nuestra salvación.
El apóstol Pablo, no solamente sufre por un círculo pequeño e íntimo de parientes conocidos, sino piensa en las promesas gloriosas que involucra a toda una nación, incluidas a todas sus generaciones. Quizás no nos sucede lo mismo a nosotros, que solo pensamos en un círculo más cerrado y pequeño, como pensando solo en Jerusalén. Sin embargo, el Señor nos ordenó ser testigos no solo en Jerusalén, sino en Judea, en Samaria y hasta los confines de la tierra; es una misión elevada e impostergable que nos impone el Evangelio, pero frecuentemente la miramos de soslayo, como si no tuviera que ver con nosotros como protagonistas; pues somos observados en esta misión, por seres materiales e inmateriales como los ángeles que esperan que lleguemos a la meta. Y muchos han fracasado y caído, sin haber logrado el propósito señalado. El mismo apóstol, nos insta a fijar la vista en el blanco y transitar con firmeza hasta conseguir el objetivo. (Hechos 1:8; Filipenses 3:4-14)
Los privilegios enumerados en el texto citado y de los que gozó el Israel antiguo, con la culminación de la promulgación de la ley en el Sinaí, y las promesas dadas a sus patriarcas en cuanto al primer advenimiento del glorioso Mesías; hicieron de Israel una nación única, adornada con la gloria divina desde su liberación de Egipto hasta la posesión de la tierra que fluía leche y miel. La gloria de Dios reposó en el lugar santísimo del templo, convirtiendo al culto judío simplemente en uno muy glorioso. Por estos privilegios concedidos a la raza hebrea, es que se resiste el apóstol a creer en la defenestración de los suyos; que el pueblo entero se haya desencaminado hacia la incredulidad y por lo tanto en su exclusión como pueblo de Dios. Esta es la razón de la tristeza y el dolor permanente del apóstol, y que antes de su conversión inclusive, haya luchado sin comprender, persiguiendo al nuevo pueblo cristiano que crecía vigoroso en su presencia. Por esa tristeza y dolor, Pablo está dispuesto a un sacrificio mayor en favor de su raza, inclusive a ser considerado anatema, separado de Cristo. Sin embargo, Dios se ha reservado un remanente obediente, al Señor de nuestra salvación, el Cristo glorioso, quien es Dios sobre todas las cosas; en él se encuentran las riquezas de la sabiduría y la ciencia de Dios revelada en la Biblia. (Romanos 11:11,22,32,33)
Dios es soberano en sus designios y su perfecta sabiduría, adornada de misericordia, en favor del género humano y en especial en favor de su pueblo escogido. Podemos confiar plenamente en Dios y deberíamos hacerlo sin titubeos, porque su justicia perfecta nos ha sido revelada a través del Evangelio de salvación a todos, al antiguo Israel y al Israel actual que es la Iglesia de Cristo, vigorosa y gloriosa como al principio de su establecimiento. Entonces hay esperanza de vida eterna y gloriosa, para todo obediente al Evangelio de Cristo. (Tito 3:4-8)
Por: Carlos Benavides
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